Epifanía
La isla era uno de los
centros comerciales de Grecia, después de Atenas y Esparta, y estaba dominado
por el rey Minos, el cual no tenía mucha simpatía con mi pueblo.
Llegué en un barco
comerciante, la túnica que me cubría de pies a cabeza había pertenecido a uno
de los comerciantes persas que había encontrado en el camino, por lo que mi
apariencia era la de un hombre, claro que cuando descubría la capucha, un
rostro femenino se hacía presente y discordante con el resto de mi cuerpo.
Cargaba una pequeña
bolsa, con algunas provisiones como pan, carne seca y un cuero con agua.
También tenía un mapa y unos cuantos inciensos, para rendir tributo a Atenea un
día específico de la semana, para ser más exactos, viernes.
A los bordes de la isla
había playas y hermosos acantilados, hacia el centro, los bosques cubrían la
zona y rodeaban la polis cretense.
Me encontraba caminando
por un hermoso bosque, cuando en los cielos, se presentó un símbolo insignia.
Una antigua esvástica conocida por su relación con Zeus se dibujaba con nubes
rojas y cabalgando en un carruaje de oro, Hermes, comunicaba a todo el pueblo
de Grecia, la existencia de un insensato que habría osado enfrentar a los
dioses.
No pude creerlo en aquel
momento. Tenía que comprobarlo en persona, aunque aquellas palabras viniesen
del mismo mensajero de los dioses. En el mismo lugar en que me encontraba,
dibujé un círculo, en cinco lugares de este planté un incienso diferente, y los
encendí con un iniciador pequeño. Me senté frente al improvisado altar y cerré
los ojos, concentrándome en la comunicación con los dioses.
Una extraña sensación se
apoderó de mi cabeza, esta daba vueltas, viajando a lo largo de los años, de la
historia y del espacio, mi ojos miraban un infinito rojo y mi estomago perdía
peso, mi cuerpo se hacía ligero y mis manos se empuñaban fuertemente, estirando
la piel de mis nudillos hasta llegar al punto de sentir como un fuego los
quemaba y rasgaba aquella piel.
Repentinamente, caí.
Abrí los ojos y frente a
mí, una mujer de belleza inigualable se sentaba, empuñando una lanza y un
escudo, vistiendo una armadura y un casco, todo de oro, incluso su piel, sus
cabellos y sus ojos. Miraba hacia el frente, sin dirección definida, y bajo su
trono, una piscina de aguas cristalinas y vacías, dejaban ver un infinito
estrellado, como si la diosa Atenea estuviese sentada en lo infinito del
espacio.
-¿A qué has venido,
sacerdotisa de Atenas? ¿Cuál es la razón por la que te presentas ante mí,
Epifanía? -preguntó.
-Siento irrumpir sus
meditaciones. Oh, gran Atenea. Pero en este momento necesito de su sabiduría.
-Procede…
-He oído del mismo
Hermes, que un hombre ha osado retaros.
-Así es…
-¿Cómo es posible?
-Aquel muchacho se ha
atrevido a retar a Zeus. Mi padre ha aceptado su reto y han sellado un pacto,
inquebrantable.
-¿Qué debo hacer mi
diosa? ¿Cómo afecta esto el curso de la historia?
-Debéis hacer lo que
creas correcto.
-Pero si mi decisión no
es la correcta.
-Este muchacho ha
enfrentado a Zeus porque ese era su destino. Nadie es capaz de cambiar su
futuro. Así como el tuyo era partir desde Atenas, el de él, era sellar aquel
pacto.
-¿Está el futuro ya
escrito?
-El futuro siempre ha
estado escrito.
-Entonces… Sabe cómo
acabará todo esto.
-Eso es algo que no puedo
revelar. Pero es vital que acompañes a este solitario guerrero. Necesita
reflexión. Es impredecible, impulsivo y no sabe actuar con cordura. No serás la
única en esta misión…
-Pero mi diosa…
-Eso es todo. No puedo
ayudarte más… Por ahora.
-¡Atenea! –grité justo al
instante en que abría los ojos. Estaba sobre la tierra húmeda. La lluvia cubría
todo el lugar y en los cielos los rayos se hacían presentes. Una enorme
tormenta se manifestaba y esto solo podía significar una cosa: Los dioses
estaban molestos.
Me levanté, tomé mi bolsa
y me cubrí con la capucha de las aguas. Debía encontrar a este guerrero y debía
hacerlo pronto… Pero, ¿Por dónde empezar?
Comencé a avanzar por el
bosque, no sabía cuánto tiempo había pasado, pero sabía que la lluvia no
duraría mucho, pues los cielos se despejaban y los rayos del sol alumbraban
poco a poco.
En aquel momento, un
hombre se preparaba para atacar una criatura salvaje. No sé quién era, no me
importaba, aquella criatura no era de su propiedad… Tomé mi arco y saqué una
flecha, empuñé ambos en dirección a la cabeza del sujeto, y me moví un par de
centímetros, para que el tiro no diera en aquel sujeto. L tripa se tensó y la
flecha salió disparada a gran velocidad.
-Déjalo. El no te ha
hecho nada –musité al momento en que aquel hombre miraba perplejo la flecha que
le había detenido.
-Disculpa… Tengo hambre
–sentenció mirándome con algo de rencor.
-Toma esto –dije mientras
sacaba de mi bolsa un trozo de pan y avanzaba en dirección hacia aquel hombre.
-Gracias… supongo…
-respondió, acercándose a mí también. Su mano se estiró en dirección al pan que
le ofrecía, y repentinamente, vi aquella marca que antes se había formado en el
cielo.
-Eres tu… -musité -El
príncipe que ha pactado con Zeus –dije mientras me quitaba la capucha y miraba
su mano, la que había agarrado sin escrúpulo con tal de ver aquella quemadura
con mayor claridad.
-¡He! Suéltame. En
primera dime tu nombre y después te responderé –sentenció quitando con fuerza
su mano de mi agarre y mirándome serio.
-Mi nombre es Epifanía.
Sacerdotisa de Atenea. Te estaba buscando.
-¿A mí? ¿Por qué?
–preguntó.
-Necesitas ayuda. Quizás
no sea yo la más indicada para vencer un a un Dios… Pero si puedo aconsejarte…
Se de muy buena fuente, que no eres más que un impertinente príncipe que no
sabe en qué problemas se ha metido –dije sonriendo mientras estiraba el pan en
su dirección.
-No me insultes, mujer.
No sé en qué manera me puede ayudar una… mujer.
-No me insultes tú,
príncipe –dije a la vez que tomaba mi arco y una flecha, a una velocidad
inverosímil, y apuntaba hacia su cuello, tensando la tripa y haciéndola sonar
estrepitosamente –No me subestimes –continué –Seré una mujer, pero no soy una
simple sacerdotisa… Necesitas mi ayuda -el hombre no alcanzó a empuñar su arma,
dejó caer el pan en el barro y levantó las manos.
-¿Y en qué me ayudarás?
–preguntó.
-Todo a su tiempo… Todo a
su tiempo –finalicé mientras bajaba el arco, guardaba la flecha y sacaba otro
pedazo de pan, que nuevamente le extendí y él lo tomó, desconfiado, y sin
alejar su mano de su espada –Tranquilo. No estoy aquí para atacarte. Soy una
alidada… Y te lo advierto… No seré la única.
By KatrinaxStevens