28.6.10

Cap 02


Epifanía

La isla era uno de los centros comerciales de Grecia, después de Atenas y Esparta, y estaba dominado por el rey Minos, el cual no tenía mucha simpatía con mi pueblo.
Llegué en un barco comerciante, la túnica que me cubría de pies a cabeza había pertenecido a uno de los comerciantes persas que había encontrado en el camino, por lo que mi apariencia era la de un hombre, claro que cuando descubría la capucha, un rostro femenino se hacía presente y discordante con el resto de mi cuerpo.
Cargaba una pequeña bolsa, con algunas provisiones como pan, carne seca y un cuero con agua. También tenía un mapa y unos cuantos inciensos, para rendir tributo a Atenea un día específico de la semana, para ser más exactos, viernes.
A los bordes de la isla había playas y hermosos acantilados, hacia el centro, los bosques cubrían la zona y rodeaban la polis cretense.
Me encontraba caminando por un hermoso bosque, cuando en los cielos, se presentó un símbolo insignia. Una antigua esvástica conocida por su relación con Zeus se dibujaba con nubes rojas y cabalgando en un carruaje de oro, Hermes, comunicaba a todo el pueblo de Grecia, la existencia de un insensato que habría osado enfrentar a los dioses.
No pude creerlo en aquel momento. Tenía que comprobarlo en persona, aunque aquellas palabras viniesen del mismo mensajero de los dioses. En el mismo lugar en que me encontraba, dibujé un círculo, en cinco lugares de este planté un incienso diferente, y los encendí con un iniciador pequeño. Me senté frente al improvisado altar y cerré los ojos, concentrándome en la comunicación con los dioses.
Una extraña sensación se apoderó de mi cabeza, esta daba vueltas, viajando a lo largo de los años, de la historia y del espacio, mi ojos miraban un infinito rojo y mi estomago perdía peso, mi cuerpo se hacía ligero y mis manos se empuñaban fuertemente, estirando la piel de mis nudillos hasta llegar al punto de sentir como un fuego los quemaba y rasgaba aquella piel.
Repentinamente, caí.
Abrí los ojos y frente a mí, una mujer de belleza inigualable se sentaba, empuñando una lanza y un escudo, vistiendo una armadura y un casco, todo de oro, incluso su piel, sus cabellos y sus ojos. Miraba hacia el frente, sin dirección definida, y bajo su trono, una piscina de aguas cristalinas y vacías, dejaban ver un infinito estrellado, como si la diosa Atenea estuviese sentada en lo infinito del espacio.

-¿A qué has venido, sacerdotisa de Atenas? ¿Cuál es la razón por la que te presentas ante mí, Epifanía? -preguntó.
-Siento irrumpir sus meditaciones. Oh, gran Atenea. Pero en este momento necesito de su sabiduría.
-Procede…
-He oído del mismo Hermes, que un hombre ha osado retaros.
-Así es…
-¿Cómo es posible?
-Aquel muchacho se ha atrevido a retar a Zeus. Mi padre ha aceptado su reto y han sellado un pacto, inquebrantable.
-¿Qué debo hacer mi diosa? ¿Cómo afecta esto el curso de la historia?
-Debéis hacer lo que creas correcto.
-Pero si mi decisión no es la correcta.
-Este muchacho ha enfrentado a Zeus porque ese era su destino. Nadie es capaz de cambiar su futuro. Así como el tuyo era partir desde Atenas, el de él, era sellar aquel pacto.
-¿Está el futuro ya escrito?
-El futuro siempre ha estado escrito.
-Entonces… Sabe cómo acabará todo esto.
-Eso es algo que no puedo revelar. Pero es vital que acompañes a este solitario guerrero. Necesita reflexión. Es impredecible, impulsivo y no sabe actuar con cordura. No serás la única en esta misión…
-Pero mi diosa…
-Eso es todo. No puedo ayudarte más… Por ahora.

-¡Atenea! –grité justo al instante en que abría los ojos. Estaba sobre la tierra húmeda. La lluvia cubría todo el lugar y en los cielos los rayos se hacían presentes. Una enorme tormenta se manifestaba y esto solo podía significar una cosa: Los dioses estaban molestos.
Me levanté, tomé mi bolsa y me cubrí con la capucha de las aguas. Debía encontrar a este guerrero y debía hacerlo pronto… Pero, ¿Por dónde empezar?
Comencé a avanzar por el bosque, no sabía cuánto tiempo había pasado, pero sabía que la lluvia no duraría mucho, pues los cielos se despejaban y los rayos del sol alumbraban poco a poco.
En aquel momento, un hombre se preparaba para atacar una criatura salvaje. No sé quién era, no me importaba, aquella criatura no era de su propiedad… Tomé mi arco y saqué una flecha, empuñé ambos en dirección a la cabeza del sujeto, y me moví un par de centímetros, para que el tiro no diera en aquel sujeto. L tripa se tensó y la flecha salió disparada a gran velocidad.

-Déjalo. El no te ha hecho nada –musité al momento en que aquel hombre miraba perplejo la flecha que le había detenido.
-Disculpa… Tengo hambre –sentenció mirándome con algo de rencor.
-Toma esto –dije mientras sacaba de mi bolsa un trozo de pan y avanzaba en dirección hacia aquel hombre.
-Gracias… supongo… -respondió, acercándose a mí también. Su mano se estiró en dirección al pan que le ofrecía, y repentinamente, vi aquella marca que antes se había formado en el cielo.
-Eres tu… -musité -El príncipe que ha pactado con Zeus –dije mientras me quitaba la capucha y miraba su mano, la que había agarrado sin escrúpulo con tal de ver aquella quemadura con mayor claridad.
-¡He! Suéltame. En primera dime tu nombre y después te responderé –sentenció quitando con fuerza su mano de mi agarre y mirándome serio.
-Mi nombre es Epifanía. Sacerdotisa de Atenea. Te estaba buscando.
-¿A mí? ¿Por qué? –preguntó.
-Necesitas ayuda. Quizás no sea yo la más indicada para vencer un a un Dios… Pero si puedo aconsejarte… Se de muy buena fuente, que no eres más que un impertinente príncipe que no sabe en qué problemas se ha metido –dije sonriendo mientras estiraba el pan en su dirección.
-No me insultes, mujer. No sé en qué manera me puede ayudar una… mujer.
-No me insultes tú, príncipe –dije a la vez que tomaba mi arco y una flecha, a una velocidad inverosímil, y apuntaba hacia su cuello, tensando la tripa y haciéndola sonar estrepitosamente –No me subestimes –continué –Seré una mujer, pero no soy una simple sacerdotisa… Necesitas mi ayuda -el hombre no alcanzó a empuñar su arma, dejó caer el pan en el barro y levantó las manos.
-¿Y en qué me ayudarás? –preguntó.
-Todo a su tiempo… Todo a su tiempo –finalicé mientras bajaba el arco, guardaba la flecha y sacaba otro pedazo de pan, que nuevamente le extendí y él lo tomó, desconfiado, y sin alejar su mano de su espada –Tranquilo. No estoy aquí para atacarte. Soy una alidada… Y te lo advierto… No seré la única.

By KatrinaxStevens